Por Fernando Véliz. Ph.D © y Magister. Autor de “Comunicar”, “Resiliencia Organizacional”, “Liderazgo Coach” (micro libro) y “101 Caminos para Sobrevivir al Mundo del Trabajo”. Co autor de seis libros más.
“Sin aceptación y respeto por sí mismo uno no puede aceptar y respetar al otro, y sin aceptar al otro como un legítimo otro en la convivencia, no hay fenómeno social” (Maturana)
Los seres humanos somos hermosamente diferentes, somos únicos. Nuestra biología, emoción, historia de vida, educación, familia, nacionalidad, capacidad física, cultura, ideología, economía, religión, formación, valores, color de piel, sexualidad, competencias técnicas, percepción… ¡en fin!, lo que nos constituye como seres vivos es nuestra diversidad, y es desde esa identidad individual (recurso diferenciador) desde donde urge fomentar la integración e inclusión al interior del mundo del trabajo.
A ratos todo esto que suena tan bonito y altruista queda dormido en el papel, y bajo ese contexto debemos preguntarnos: ¿por qué será que cuando veo a una persona, que claramente es “un otro”, si es muy diferente a mi eso lo tomo como una amenaza personal más que como una invitación a conocerla con profundidad y aceptación, con generosidad y sorpresa?
Desde el campo organizacional, las empresas son un mar de individualidades, en donde resulta urgente validarnos unos con otros para así sostener un propósito común. Pero surge la exclusión como una dimensión individual (y grupal) errada de autodefensa (prejuicios infundados) hacia el otro, fenómeno que habla más de mí que de la otra persona -mis miedos, mis inseguridades, mis carencias, mis prejuicios, mis pobrezas humanas, etc. Por lo mismo, estoy convencido que resulta más fácil rotular, etiquetar, estigmatizar y excluir la diferencia, que validarla y sostenerla desde la dimensión del encuentro ético y el compromiso real con la otra persona.
Soy de la idea que las empresas son algo más que solo rentabilizar y tragarse la vida útil de una persona, casi como un hoyo negro. Las organizaciones son también un laboratorio social/cultural que puede cumplir el rol de entender que toda persona, resulta un regalo y una oportunidad, más que un error y una amenaza… el punto es con qué ojos deseo abordar esa diferencia, con qué emocionalidad y bajo qué dimensión valórica quiero cohabitar con esa persona.
Cuando las empresas son excluyentes (discapacidades, clase, etc.), por lo general la pregunta que hay que hacerse es qué tipo de cultura tiene esa institución, qué valores y creencias la conforman y quiénes la lideran. Ya que es la cultura el motor dinamizador de nuestras acciones y desde esa premisa, un buen aprendizaje puede resultar un verdadero agente de cambio. Entre otras cosas el aprendizaje…
· Valida desde la inclusión activa. Amplía sus distinciones sobre la otra persona y busca generar experiencias colectivas.
· Crea con argumentos (relato) y reflexiones ampliadas para así levantar una verdad de todos. No existe una voz verticalista única.
· Desafía los prejuicios, zonas de confort e ideas que van a la base con saberes y emociones grupales. El poder está en la comunidad.
· Decreta que nadie es más que nadie, sino que somos un todo, y esta unidad se empodera desde la aceptación transversal.
Pero pareciera que nos falta aprender con creces, ya que la gran mayoría de los estudios en la región en materia laboral plantea que la calidad de vida al interior de las empresas es muy baja, y esto como resultado del estrés laboral (síndrome del fundimiento), la excesiva competitividad, el maltrato y la recarga laboral. Es decir, la salud mental en el trabajo está en una crisis de sentido, ya que lo que antes se podría haber definido como una crisis vinculada al campo económico (dimensión laboral), hoy se está redefiniendo como una crisis de salud pública, ¡así se está declarando!
¿Y cómo se forjan las organizaciones incluyentes y diversas? Entendiendo que la cultura es el eje central de toda conducta colectiva; asumiendo que los líderes tienen el rol de educar y educarse en la diversidad e inclusión (y transformar eso en valor); generando hábitos de trabajo colectivo en donde desde la más absoluta heterogeneidad se cumpla un desafío común; dando presencia a las buenas conversaciones, diálogos valientes que estén al servicio del reconocimiento (del otro); siendo coherentes y consistentes en aplacar las malas prácticas, los malos ejemplos, los malos liderazgos… todo lo que busque negar al otro y, por último, fortaleciendo el autoconocimiento de las personas -en forma transversal- para desde ahí, entender los puntos ciegos que nos hacen ser excluyentes e intolerantes, seres pequeños muchas veces frente a todos quienes piensan o son diferentes a nosotros (que obviamente lo son).
“La belleza del universo no es sólo la unidad en la variedad, sino también la diversidad en la unidad” (Humberto Eco).