Por María José Rodríguez. PhD. Académica asociada de la Universidad de Santiago y consultora organizacional.
En mi experiencia, educando en planes de formación de capital humano sobre temas de género, ha sido habitual enfrentarme a la siguiente pregunta: ¿Por qué debemos aspirar a la igualdad de género si los hombres y las mujeres somos diferentes? Lo primero que hago cuando se plantea esta inquietud es situar la conversación en el enfoque de derechos. De acuerdo a éste, hombres y mujeres somos iguales en dignidad, es decir, tenemos el mismo valor y, en consecuencia, deberíamos detentar los mismos derechos. En términos éticos: valemos igual en nuestra diferencia.
Como se puede inferir, la aspiración no es a la homogenización, sino a la libertad como posibilidad para el desarrollo del potencial humano. De todos los tipos y variedades de seres humanos. Libertad para llevar una vida que se tenga razones para valorar, como nos diría Amartya Sen. Hablar de género es justamente hablar del desarrollo del potencial humano, desde el reconocimiento de que las mujeres, y muchas minorías, han estado excluidas de manera importante de las oportunidades de desarrollo. Y, recordemos, que cuando hablamos de desarrollo de potencial humano, hablamos en últimos términos de felicidad, de realización en la vida y, evidentemente, de sus condiciones de posibilidad en la calidad de vida.
La discusión se aleja, por tanto, del debate en torno a si hombres y mujeres somos iguales, y de la resistencia al enfoque de género como una ideología que busca la homogenización. Nada más lejos. Si aspirásemos a la homogenización, los grupos menos privilegiados serían absorbidos simbólicamente y estructuralmente, por los que detentan más poder, imponiéndoseles un “deber ser” desde categorías dominantes que marcan normalidad. Como consecuencia de esta “normalización” surgirían, a su vez, parámetros estandarizados para juzgar su valor. Eso es exactamente lo que vivimos hoy, y lo que el enfoque de género busca emancipar. En una sociedad androcéntrica y hegemónicamente estructurada por clases sociales, étnicas y de género, pensar la igualdad como homogeneidad anula la valoración y el respeto a la diferencia, cruciales para el logro de la libertad a la que aspira el enfoque de derechos. Dicha perspectiva, solo por mencionar un ejemplo, ha llevado a muchas mujeres a la masculinización, tan común en espacios laborales tradicionalmente masculinos.
La igualdad de género como igualdad de derechos entre mujeres y hombres, como condiciones de libertad y de desarrollo, es el camino que hoy se nos invita a transitar en nuestras instituciones, entendiendo que desde éstas se producen y reproducen las condiciones estructurales que dan o no viabilidad al ejercicio de una potencial felicidad.
Por eso es tan importante que no nos entrampemos en nuestras propias resistencia al cambio organizacional pro igualdad de género, dado que este proceso no es sino la bajada que hacemos de un acontecer social transformativo y emancipador de gran envergadura sociocultural, en estos tiempos convulsos y saturados de contrariedades donde, no obstante, se cuestiona con más fuerza que nunca la dominación, la explotación, la desigualdad, la exclusión, y aquellas estructuras simbólicas e institucionales que restringen la realización de las personas.
La resistencia al cambio emana de nuestro propios temores, a ser dominados, anulados, desplazados o sobre exigidos. En este caso tengamos presente que la igualdad de género, no busca normalizarnos ni homogenizarnos, si no reconocernos en nuestras diferencias. En ello radica el valor de este enfoque, pues desde él la voz de mujeres y de hombres tiene igual valor, y las necesidades y aspiraciones de todas las personas son atendidas. Se reconocen las desigualdades históricas en que han vivido las mujeres, se trabaja por la erradicación de las brechas de género, pero no se busca reordenar los estatus de poder para que algún grupo predomine sobre otro. Como dice su nombre se busca la igualdad, y ésta se va haciendo posible a través del reconocimiento y valoración de diferencia, del diálogo, del cuestionamiento y la emancipación de roles rígidos que nos limitan y que, claramente, pasan por redistribuciones de poder, lo cuales no significa nuevas dominaciones y exclusiones, sino la posibilidad de inclusión, de enriquecimiento social y de justicia.